Vaya por delante mi sincero agradecimiento a D. Sebastián Burón Cervantes por facilitarme fotografías e información en relación al artículo que, a continuación, se expone:
Tenía cinco años y mis padres se habían trasladado a vivir a una de las trece casas ubicadas en el llamado Reducto, que, otrora, era un solar de unos, aproximadamente, cuatro mil metros cuadrados formado por dos o tres viejas casas desperdigadas, lifehack entre ellas la de mi abuela Rosalía. En el centro de este solar, una fuente con un caño por el que manaba agua, lugar este, recuerdo, donde los pequeños, además de beber y jugar, matábamos avispas y poníamos cepos para cazar pájaros.
Pronto el barrio se convirtió en zona habitada con calles asfaltadas y espacios abiertos para jardineras que nunca tuvieron ese uso. Las trece casas, pintadas de color rojo, conformaban los cincuenta y dos pisos de la barriada. Me estoy refiriendo, por supuesto, a las llamadas “Casas Nuevas”.
Pues bien, entonces, desde mi dormitorio situado en la parte superior de la casa de mis padres, la panorámica que perfectamente ahora visualizo era espectacular por su belleza y colorido. En mi mente, la Casa de la Verja. La recuerdo así:
Bajo mi mirada, la confluencia de dos importantes calles de Vera: del Mar y del Aire (hoy, Juan Anglada). La primera estaba asfaltada por servir de carretera que cruzaba el pueblo y nos conducía a Garrucha. La segunda era de tierra apisonada y nos acercaba al centro de la ciudad: Plaza Mayor, Iglesia y Ayuntamiento. El asfalto de las calles en los pueblos – principio de los años cincuenta- era de muy difícil logro.
A mi izquierda, el Convento de la Victoria,-s. XVII-, cubierta su fachada norte hasta la cúspide de su torre de hiedra de verdes hojas pecioladas donde anidaban centenares de pájaros, entre los que destacaban vencejos y gorriones. Este convento, también llamado de los Padres Mínimos –Orden fundada por San Francisco de Paula en el s. XV, distinguiéndose sus integrantes por la humildad- fue lugar de amparo de imágenes de santos que desfilaban en procesión en Semana Santa.
Enfrente, una casa encalada de amplias habitaciones y dos alturas con techumbre a dos aguas. La fachada este de la casa –unos cuarenta metros de larga- estaba aireada por ventanales con balcones de hierro pintados en negro como si de puertas con cancelas se tratara. Delante de la casa, un jardín rectangular de unos mil metros cuadrados cercado por una valla de obra y sobre ella una empalizada o verja de madera de color gris y de forma romboidal acabada en su extremo en punta de flecha. Se accedía, siempre que el perro pastor alemán lo permitiese, al caserón a través de dos puertas de madera que hacían juego con la verja y, por la norte, siempre cerrada, por una situada en la calle del Mar. A la izquierda, lindando con el convento, una caballeriza. El resto del espacio, ese inmenso jardín formado por una gigantesca buganvilla, adelfas, rosales, una platanera, dos palmeras, naranjos, mandarineros y otros árboles frutales, así como un cenador o pérgola en forma circular cercado de plantas. Asimismo, poseía, además, una balsa cuadrada que se abastecía del agua proveniente de la fuente de la Plaza Mayor para regar la plantación.
También, cómo no, esta casa tuvo su particular historia. Además de acoger a miembros de la Orden de los Padres Mínimos, durante nuestra contienda civil fue utilizada como Hospital de Sangre y atención a heridos, y, finalizada ésta, sirvió como alojamiento a soldados del Batallón de Cádiz.
Ahora, sesenta años después, mi madre, con noventa de edad y muy desmemoriada, ante mi insistencia por refrescar su memoria para sonsacarle cosas sobre la Casa de la Verja, con toda naturalidad, al contestarme fue rotunda en su aseveración: ¿no voy a recordar la casa de mi madre Rosalía, dónde nací y crié, o la de la verja, enfrente de la mía? ¡Cómo estás, hijo mío!
Créanme, amigos lectores, realmente no me lo esperaba. Por unos momentos, mi madre se trasladó, con lucidez, al pasado, siendo, en parte, fuente de inspiración en la reconstrucción de vivencias pretéritas que, por emotivas, han permanecido y permanecen, imborrables, en mi mente durante toda una vida.
Autor: Diego Morales Carmona