Se muestran los textos de varios premiados del Concurso de Relato Corto 2016, María Isabel Alaminos Chica y Juan Martínez Jiménez
LA PLAZUELA .
Aquella mañana de primeros de abril, se presentaba clara y amable. El sol vertía su risueño abrazo sobre las paredes de cal y piedra de las casas de la vieja Plazuela del pueblecito blanco de calles empinadas y estrechas, que asomaba su mirada al mar. Don Pipiano estaba de muy buen humor, encaramado sobre la espinosa rama de un frondoso naranjo de verde piel, vestido de novia con sus perfumadas flores de claro azahar. Con su potente canto de Verderón experto, Don Pipiano parloteaba con su vecina, Doña Canora, que estaba atenta a su nido de cuatro huevos, donde los polluelos no tardarían en llegar.
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¡ Hermosa mañana, Doña Canora. Por fin, nos calienta nuestro querido sol de primavera!
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Es cierto D. Pipiano, parece que el invierno ya nos dejó. ¿Y su Sra. Doña Pardelina, que tal está?
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Muy bien, terminando el nido de este año. ¿Y el bueno de Picarón, su marido?-.
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Marchó, muy de mañana, temprano, a recoger semillas por esos campos.
Sí. Todo parecía perfecto aquella despejada mañana y hasta los humanos, que poco a poco comenzaban a transitar por la Plazuela, se mostraban como más alegres y contentos, y el rumor de sus voces y risas, campanilleaba por todos los rincones. Don Pipiano también estaba feliz. Desde lo alto de su rama echó un vistazo alrededor, abriendo extasiado el pico limpio y de acerado brillo: su hogar estaba bien situado, en aquella vetusta Plazuela, casi rectangular, algo alargada hacia el lado del sol de Levante, donde, hacía ya muchos años, habían enraizado seis encantadores naranjos, siempre con su manto verde, amigos de la luna y del agua. Recordaba, cuando decidió instalarse allí, con Doña Pardelina, tras varios años de infructuosa lucha con la banda de Doña Urracona, feroces cuervos de plumaje oscuro, en el páramo de los cipreses de La Colina Negra, donde todas las batallas fueron perdidas, y las sucesivas nidadas destruidas por los crueles cuervos.
Sí, tenía que estar contento. La verdad es que Picarón, su gran amigo, había tenido una idea genial: Dejar el páramo de La Colina Negra y marchar a vivir con los humanos. ¡Al principio parecía una idea tan descabellada! Los humanos… enemigos también seculares de los Verderones, que los atrapaban con sus redes, destrozaban sus nidos, y en muchas ocasiones, los sometían a horribles torturas, privándoles de libertad, encerrándolos en unos minúsculos habitáculos enrejados, que llamaban jaulas, donde siempre se comía lo mismo, y todos los días eran iguales, terriblemente iguales, un día y otro día.
Pero ahora todo era distinto. Los árboles de la Plazuela, aquellos hermosos naranjos, pertenecían a los Verderones y nadie les podía echar de allí. Al principio, fue bastante duro, y hubo que enfrentarse a unas cuantas parejas de jilgueros, que se decían dueños de los naranjos ¡No contaban con la astucia de los Verderones! Fue relativamente sencillo: una simple alianza con los gorriones, que poblaban los tejados y los agujeros de las paredes, y poco más… ¡Adiós jilgueros!
Don Pipiano, comenzó a aclararse el pico, pues era la hora de sus acostumbrados trinos mañaneros, que tanto gustaban a los humanos, cuando Doña Canora, su vecina, lanzó un terrorífico gorjeo al aire, que erizó las plumas verdosas y amarillas de Don Pipiano.
– ¡ Pero qué ocurre Doña Canora!.
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¡Allí, en el naranjo del Torreón! He visto agitarse de un modo muy raro las hojas, puede que haya llegado algún intruso.
Don Pipiano dirigió su mirada al naranjo del antiguo Torreón, situado hacia el sol de mediodía, de piedras ennegrecidas, con minúsculas acequias, heridas por el tiempo, donde crecían milagrosamente, verdes plantas de malvas y margaritas, nacidas del ulular del viento y el trasiego de las abejas, siempre incansables en su búsqueda del preciado néctar de las flores. Era cierto, las hojas se movían de forma sospechosa, pero podía ser por el alboroto de algunos de sus amigos, los gorriones, que, como todos los abriles, se encontraban en época de noviazgos, saltando en inverosímiles cabriolas, propias de sus impetuosas danza de cortejo, para llamar la atención de sus damas.
De pronto, observando con mayor atención, Don Pipiano advirtió que su vecina no se había equivocado. Lo que se cimbreaba sobre una delgada rama que sobresalía del naranjo del Torreón, no era un gorrión, ni tampoco un Verderón, era un pájaro distinto, que le parecía familiar, pero diferente a ellos. ¡No tenía derecho a estar allí, en su Plazuela! Su tamaño era muy parecido al de Don Pipiano, pero el color de sus plumas era bastante raro, parecido al de las nísporas antes de madurar en sus alas y del color de la nieve en el pecho. Nunca había visto a nadie igual, tampoco cuando vivía en el campo, siempre en pendencia con el montaraz chamaríz y con los jilgueros, peleando por las semillas silvestres, batiéndose en sonoros trinos por ver quien cantaba mejor y más alto.
Don Pipiano hinchó con fiereza su emplumado pecho ¡Ahora vería aquel extraño quién mandaba allí! ¡La Plazuela era de los Verderones, a nadie más le permitiría construir sus nidos! Solo faltaba que se llenase de pájaros de cualquier clase, y llamasen la atención de los cuervos ¡Eso sería el fin para los Verderones!
Con una volada rápida y ágil, Don Pipiano se posó en una rama cercana a la que ocupaba aquel pájaro extraño.
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¿Quién eres, qué haces aquí, en la Plazuela de los Verderones? Le preguntó.
El extraño contestó con un meloso y suave trino, muy despacio, para que Don Pipiano pudiera entenderle.
– En realidad, es verdad que no soy de esta tierra. Mis antepasados fueron traídos por los humanos hace mucho, muchísimo tiempo, tanto, que se pierde en la memoria. Hasta hace poco, yo también vivía con ellos, como siempre lo había hecho, pues soy de la clase que llaman de los “enjaulados”, habiendo nacido y crecido en una acerada jaula, de blancos y derechos barrotes. No me gustaba mi vida, y me llenaba de tristeza, las pocas veces que podía hacerlo, ver cómo otros pájaros volaban libremente de uno a otro árbol, lanzando al viento alegres trinos, jugando y divirtiéndose con sus amigos ¡Parecían tan felices y alegres!
– Ayer, cuando el sol se ocultaba para iniciar su sueño, afilando mi pico, se abrió una pequeña abertura en la jaula, y no sabía qué hacer. Lleno de miedo y temor, casi aterrorizado, decidí volar, desconociendo si sabría hacerlo, recordando lo que había visto hacer a otros pájaros ¡La esperanza de vivir libre, fue más fuerte que mi miedo y escapé! Apenas sabía volar, pero como pude, alcancé este naranjo, donde he pasado la noche, pero estoy casi desfallecido, pues no se la manera de encontrar comida., y necesito que me ayuden. ¡Por favor, tú eres un pájaro como yo, ayúdame!
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¡No soy como tú, yo soy un Verderón, y esta Plazuela es mía! Respondió, Don Pipiano.
El pájaro extraño, cerró pausadamente los ojos. Ya no podía más, se había cansado de luchar contra todo y contra todos, estaba vencido, derrotado.
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Volveré a mi jaula, dijo. Aún debe estar abierta mi jaula y los humanos al menos, me dan de comer…
De pronto, Don Pipiano, se sintió mal, como si uno de los aguijones negros y finos que coronaban las pitas de sus campos, le hubiese atravesado el verdoso pecho. ¿Acaso no era verdad? Sí, era un pájaro como él, pequeño y frágil como él, pero triste, débil y sin ninguna esperanza.
Don Pipiano, no sabiendo muy bien lo que hacer, reflexionaba, cuando el alborotado piar de los gorriones de la Plazuela, le puso en alerta ¡Había peligro! Algo tenía que estar ocurriendo, pues se estaba dando la convenida señal de alarma. Alzó la vista en dirección a donde se pone el sol, y pudo advertir, lleno de terror, que una pareja de azulados cuervos, de aspecto grotesco, se estaba acercando a la Plazuela ¡Y era la hora de su desayuno! No había otro remedio que ocultarse, ¿Pero, qué hacía con el pájaro extraño, tan insensato que ni siquiera había advertido el peligro que sobre ellos se cernía?
Don Pipiano, con cinco rápidos aleteos, según es costumbre entre los Verderones, indicó a Amarillo, que así determinó llamar al pájaro extraño, que se ocultase, que existía un gran peligro, que los caníbales cuervos podían detectar su presencia, y decidir que no estaría nada mal como desayuno.
Amarillo lo miró, con sus decaídos ojos llenos de tristeza y desesperanza, no comprendiendo qué le quería decir.
El veterano Verderón cayó en la cuenta, de que Amarillo era como un polluelo recién salido del nido, que desconocía todo lo que ocurría a su alrededor, ¡No sabía nada de nada! Es verdad, pensó, tengo que ayudarle y enseñarle todo desde el principio, al igual que hacemos todos los años con los polluelos que llegan al mundo, acariciados por el suave sol de la primavera. ¡Tenía que proteger a Amarillo con todas sus fuerzas, al precio que fuese!
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Amarillo, pues así he decidido llamarte, haz todo lo que te diga, y sobre todo no me pierdas de vista ni un momento, gritó Don Pipiano y no olvides que tu vida peligra y la mía también.
Amarillo, abrió su pico con inmensa alegría. Seguiría a Don Pipiano, sin dudar un solo instante ¡Por fin, tenía un amigo!
Don Pipiano batió con rapidez sus alas, moviéndose en círculo sobre los naranjos de la Plazuela, a la vez que con poderosos trinos, llamaba la atención de todos los pajarillos, poniéndoles en alerta:
¡Alarma, alarma, los cuervos nos atacan, pronto, pronto… al refugio del Torreón!
Porque la comunidad de Verderones de la Plazuela, gracias a su alianza con los gorriones y a su sabiduría, habían encontrado una eficaz fórmula para escapar de sus enemigos: Por un pequeño agujero abierto entre dos paramentos del antiguo Torreón, habían acondicionado una confortable sala, que le servía de refugio en los momentos de peligro, poniéndolos a resguardo de aquellos que se atreviesen a atacarlos.
Al cabo de un rato, Don Alexis, el viejo gorrión trotamundos, lanzó al aire un suave chasquido, indicando que el peligro había pasado, que todo volvía a la normalidad, que los temibles buscadores de pajarillos se habían perdido por el horizonte.
Y de esta forma, Amarillo pudo salvarse de la ferocidad de los malvados cuervos. Para mostrar su agradecimiento, hinchó, rumboso, su blanquecino pecho y comenzó a cantar alegremente, y su canto llegó a todos los rincones de la Plazuela, acariciando a las desgastadas losas, la vetusta fuente de tres cañuelos y los viejos faroles de las cuatro esquinas. Su timbrado y a la vez cálido canto, maravilló a todos los Verderones de la Plazuela, y ¡Hasta los mismísimos humanos se detenían a escucharlo! ¡Nadie, jamás, había oído un canto igual!
Aquel año, Don Pipiano y Doña Pardelina no tuvieron descendencia, pues los huevos no fructificaron, afectados por una tardía helada de primavera. Pero no estaban tristes, habiendo decidido adoptar a Amarillo, que el sabio Don Alexis, les dijo que era un noble pájaro de la estirpe de Los Canarios, muy afamada en el difícil arte canoro, los cuáles procedían de una tierra, a la vez verdosa y árida, toda ella rodeada de un gigantesco mar, mucho más grande que el que se divisaba desde la Plazuela.
Don Pipiano, aprendió muy bien toda aquella lección., que cambió su forma de ver el mundo y la vida. Pensó, que ciertamente, la Plazuela no era solo de los Verderones, que todos los pajarillos tenían derecho a vivir allí. Y así, en muy poco tiempo, volvieron los jilgueros, llegaron pardillos, chamarises, ruiseñores…, que compartían con los antiguos moradores, los bonitos recovecos de la Plazuela, el suave rumor de las hojas de los naranjos, mecidos por la suave brisa marinera del cercano mar.
Desde entonces, la Plazuela, es la más hermosa y feliz, del aquel pueblecito blanco, que se retuerce sobre empinadas calles, como queriendo abrazarse unas con otras, en un prolongado lazo de cal y de balcones de azules ventanas, que se engalana en los soleados días del estío, con la dulzura de la más prístina de las músicas: el jolgorio del trinar de los pajarillos, como Amarillo, que para su felicidad, tuvo muchos amigos, emparentando con una bella Verderona, dando a la Plazuela, los más hermosos y cantores pajarillos, jamás conocidos.
Si alguna vez visitas, curioso, aquel pueblecito blanco de empinadas calles, verás una pequeña plaza, que los humanos llaman “Plazuela del Torreón”, pero que todos los pajarillos que allí viven, verderones, jilgueros, ruiseñores…, conocen como la “Plazuela de la Igualdad y la Alegría”, porque todos se consideran iguales entre ellos, conviviendo en paz, siendo la única disputa, la de determinar cual es el mejor y más sonoro trino.
María Isabel Alaminos Chica
LA FELICIDAD
Aún recuerdo el primer día que vimos a Carlos, aquel niño que se acababa de mudar a nuestro barrio.Los primeros días apenas lo mirábamos, simplemente pasábamos por delante de su casa y lo veíamos sentado en su gran jardín observando todo cuanto ocurría a su alrededor. Nos dimos cuenta de que siempre llevaba una gorra.Al cabo de un par de días, lo vimos sin gorra y descubrimos que
apenas tenía pelo. No sabíamos muy bien por qué era así.
Para nuestra sorpresa un día que llegamos al instituto lo vimos en la misma clase que mi hermana. Al cabo de dos o tres días, mi hermana nos comentó que en su clase se comportaban de tal forma que hacían sentir discriminado a Carlos. Mi hermana siempre andaba diciendo que la lengua era su asignatura preferida, aunque las demás no la desagradaban,también nos contó que para Carlos, la E. Artística era la mejor de las asignaturas, aunque siempre pintaba niños con mascarillas y ropas azules o niños en camas de hospital.
Ningún niño hablaba con él y, pese a que él intentaba jugar con ellos, siempre lo discriminaban. Un día me harté de esta situación y decidí pedirle a mi hermana que hablase y que jugase con él. Con el paso del tiempo, no solo jugaba con él, sino que venía a casa a merendar y jugar con nosotros. Mi hermana me dijo que Carlos no llamaba E. Artística a esa asignatura sino la “ hora de la felicidad” y que ya no pintaba niños con mascarillas y ropas azules o en camas de hospital, sino que pintaba un jardín con niños jugando o merendando y nos recordaba a nosotros.
Un día que Carlos vino a merendar a casa, también vino su madre y nuestra madre la invitó a pasar. Mientras nosotros jugábamos, ellas se fueron a hablar, no sé de qué hablaron, aunque debió de ser duro, porque acabaron con lágrimas en los ojos. Carlos y mi hermana pasaban mucho tiempo juntos y, aunque ella dijese que no había nada entre ellos, yo estoy convencido de que sí.
Unas tres o cuatro semanas después mi hermana me comentó que Carlos llevaba tres días sin ir a clase y, lo cierto es que, desde hacía una semana más ó menos no lo habíamos visto sentado en su jardín con esa sonrisa de oreja a oreja y con esa alegría que impregnaba a cualquiera que lo mirase. Decidimos ir con nuestra madre a casa de Carlos para hablar con él y darle una sorpresa. Cuando llegamos, su madre nos dijo que pasáramos a la salita y allí vi fotos de Carlos de tres ó cuatro años con mascarilla y ropa azul y lo que parecía una cama de hospital, y lo que más me sorprendió fue el poco pelo que tenía con esa edad. Decidí entonces preguntarle el porqué de aquellas fotos y nos
contó que Carlos padecía leucemia, una enfermedad muy grave que lleva a la muerte, todos acabamos llorando.
Al comienzo de la siguiente semana, Carlos volvió al instituto, pero cuando llegó con gorra todos se rieron de él porque unos graciosos se la quitaron y vieron que no tenía pelo. Al ver eso, me sentí avergonzado por lo que acababa de ocurrir, Carlos se agachó, cogió su gorra y se la volvió a poner como si nada hubiera pasado. Un niño que padecía leucemia y sabía las consecuencias que esto conllevaba lo único que hizo fue recoger su gorra.
Con el paso del tiempo, nuestros lazos de amistad se hicieron cada vez más fuertes. Nada de lo que la gente nos dijese nos importaba, ya que habíamos encontrado a la persona con mejor corazón del mundo.
Al cabo de seis meses y de muchas meriendas y risas, Carlos dejó de ir al instituto. Preocupados, decidimos ir a su casa y su madre nos dijo que Carlos había empeorado y que según los médicos no le quedaba mucho tiempo. Fuimos a visitarlo y como era de esperar, allí estaba él, con esa sonrisa y alegría que lo caracterizaban. Nos explicó cómo estaba la situación y nos dijo que siempre nos recordaría. Yo con lágrimas en los ojos le dije que se iba a curar y podríamos merendar juntos, igual que antes, pero él nos dijo que no pensásemos en el mañana y que disfrutásemos de la gente que estaba con nosotros en ese momento. Nos hicimos una foto para no olvidarle jamás y al cabo de tres días se fue. Su madre nos agradeció todo lo que habíamos hecho por él.
Desde ese momento no hemos conocido a nadie con tan buen corazón como Carlos, aquel niño que con tan solo trece años nos dio una lección de esas que se te quedan en el corazón para siempre, y es que pese a su enfermedad, trataba de disfrutar al máximo de su vida y amigos hasta que se fue, para dejarnos un gran recuerdo en el que pensar cuando nos sintamos tristes o pensemos que nuestra vida no es maravillosa.
Juan Martínez Jiménez