«LA SOBRINA DEL CURA», DE TURRE. 1836

Descripción de un documento judicial del Archivo Municipal de Vera (Almería).

Digamos para empezar que respeto y defiendo el catolicismo y a su clero, perteneciendo, como creo que pertenece, a una de las religiones más avanzadas, comprensivas y respetuosas respecto a los derechos de la mujer, del diferente, del pecador, del disidente o del incrédulo; la cuna de nuestra civilización occidental. Éste es el punto de partida ideológico que tomaré para dar testimonio del descubrimiento, por parte de la colaboradora del Archivo Municipal de Vera, Carmen García Salas, de un expediente judicial del año 1836 custodiado en él: don Enrique García Leonés contra su cónyuge, Antonia Amat Martínez, por haber practicado adulterio con su tío, el cura de Turre, don Manuel Amat. Delimitadas nuestras posiciones y el objeto de estudio, prosigamos con nuestra exposición:

Supongo que el motivo literario de “la sobrina del cura” hunde sus raíces en el siglo XII, tras el primer Concilio de Letrán, en el que se empezó a prohibir a los sacerdotes católicos que contrajesen matrimonio, obligando a su celibato, hasta dar su definitiva forma a la norma en el Concilio de Trento (1545-1563) y la Contrarreforma. Admitiendo que, evidentemente, los sacerdotes católicos son personas, con sus virtudes y sus vicios, y considerando que muchos o sólo algunos de ellos pudieron atar las riendas del corcel de los deseos, adivinaremos que esa situación fue alimentando siglo tras siglo el asunto que nos ocupa.

Todos tenemos en el recuerdo a aquella práctica y diligente mujer, en el texto de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, encargada de dirigir a su tío el cura a la biblioteca de don Alonso Quijano y realizar el “donoso escrutinio” de los libros albergados en ella, apilando para su quema todo lo insano y fantasioso; lo que hace retroceder al mundo. Y esa figura es la que, en general, imagino que pervivió durante aquellos siglos en las sombras de la vida sacerdotal: la de una mujer hacendosa, familiar o no del sacerdote, que le hacía el favor de ordenar adecuadamente su vida doméstica a cambio de su mantenimiento vital o de su formación femenina. Hasta ahí todo parece lógico. Nada se sale de la fuerza de las circunstancias. Las connotaciones negativas de la comentada relación que se daba a veces, debida a la maledicencia de algunas lenguas o a las sospechosas actitudes de los dos tipos humanos estudiados, despertó, andando el tiempo, en una tradicional situación que despertaba recelo popular, por no hablar de envidia.

En El Decamerón, de Bocaccio (1351), se presentan situaciones muy parecidas a las relatadas en este escrito nuestro, marcadas por la pulsión sexual, y en las que, a veces, los protagonistas son sacerdotes católicos, haciendo gala de una doble moral. En el relato de El Parto, de Franco Sacchetti (1399), nos volvemos a encontrar a “la sobrina”, esta vez como hija natural del cura.

En España, autores como Manuel Fernández y González también plasmaron en el papel estas circunstancias. Su novela La sobrina del cura: historia de una perla (1891), recoge la vieja tradición. Carlos Arniches escribió la obra de teatro La sobrina del cura en 1914, filmada para el cine en 1925 por Luis R. Alonso. El escritor murciano Jara Carrillo nos presenta a Fuensanta, sobrina del cura, cuidando del huerto de su tío, en el relato costumbrista de Las caracolas (1920).

Pero vayamos a nuestro particular capítulo vivido en una comarca cuyo año vio nacer el enriquecimiento minero en Sierra de Almagrera. Don Enrique García Leonés, de veinticinco años (mayor de edad), se presenta el día siete de noviembre de 1839 en el Juzgado Municipal de Vera para querellarse contra su mujer, doña Antonia Amat Martínez, por no poder tolerar por más tiempo el estado de afrenta y deshonor a que había querido conducir la malignidad de su mujer, con la que tuvo la debilidad de contraer matrimonio. De acuerdo a las máximas cristianas se veía precisado a sacar a la palestra la conducta desarreglada de su consorte, el engaño y la astucia de que se había valido para proporcionar su infelicidad y desgracia.

Había conocido a su mujer el día primero de enero de 1836. No pudo resistirse a aquella impresión amorosa que se apodera de los jóvenes poco experimentados y habló con su tío, el cura de Turre, Manuel Amat, con el que convivía la novia, y a quien declaró sus intenciones rectas de contraer el enlace, cuya respuesta fue un vehemente deseo del sacerdote de que se ejecutase el casamiento. Le concedió su mano el día 2 de febrero, aun cuando el padre de la novia no estaba ausente ni fallecido. Verificado el matrimonio comenzaron a habitar los dos cónyuges en la misma casa en la que vivía el cura, donde empezó a descubrir ciertas deferencias de su sobrina para con su tío, ciertas pruebas positivas de amor, de concupiscencia que fueron poco a poco rasgando la venda con que habían procurado cerrar sus ojos y alejar el amor verdadero que nace de la mutua confianza de dos esposos estrechamente unidos por el vínculo sacramental.

GORKA AGIRRE

Dada la calidad retórica del testimonio del desdichado esposo, transcribimos literalmente su escrito, pues nadie como él puede expresar su versión de los hechos:

Cada día que pasaba se aumentaba más y más mi pena y ya no era dado permanecer por más tiempo en posición tan violenta y precaria; resolvíme, cumplidos dos meses y medio, abandonar la presencia de un objeto que atormentaba mi alma y comuniqué este proyecto a mi infiel compañera juzgándola todavía capaz de un sincero arrepentimiento, creyendo que a fuerza de buenos consejos, ausente de su tío, lograría infundirle aquel amor y respeto que debía a su marido, pero estaba decretado por la providencia que yo había de pagar la culpa que cometí no sufriendo la venia paterna: aquella compañera tenía su corazón demasiado pervertido para dejarse arrastrar por el camino de la razón y de la Justicia; habíase tragado ya el veneno de la seducción y a el altar no le condujeron otras ideas, otras miras que las de complacer a su amado tío, aunque fuese a costa de mi desventura, así es que aprendida la marcha hipócrita y desleal que le trazaba su bienhechor y procurando desfigurar por lo pronto sus criminales afectos, aparentó condescender por entonces con el proyecto justo y razonable de mudar de habitación y, viendo yo ya muy próximo el remedio de mis infortunios, me apresuré a buscar una casa en Turre porque era imposible convencerla para que nos trasladaran a otro pueblo; ya estaba proporcionada la habitación, ya colocados en ella los muebles que mi escasa fortuna había podido adquirir, ya renacía en mi corazón una nueva era de paz y ventura, pero, ¡fatalidad!: los mismos que se complacían en mi daño no quisieron que éste tuviese término y con mayor desvergüenza, con increíble osadía y descaro, perpetraron otra segunda maldad o, por mejor decir, consumaron la que ya tenían proyectada, que era la de lanzar de la casa de mi deshonra y en donde hacía mucha sombra aunque no entrase el sol; reconminé a mi desleal consorte para que se me uniese en la que había proporcionado y se negó abiertamente con el amparo y protección que le dispensaban su tío el cura y su padre, que ya es muerto; sin embargo, después han mediado varias reconvenciones dirigidas por mí, ya por escrito, ya por medio de personas fidedignas, y nada se ha conseguido, si no que ella permanezca viviendo con el cura y haciéndose sorda a todos los deberes divinos y humanos que tiene contraídos con su marido, con un marido que ni ella ni otra persona puede tachar de desarreglada conducta y en donde no se encuentra otra cosa que sencillez y candor. Mas no concluye aquí tan desagradable historia. Y aún cuando el corazón se estremece al tener que referir algunos hechos, es necesario vestirlos para que en el sagrado recinto de la Justicia se castiguen los delitos sin consideración alguna hacia las personas; es voz muy válida en el Pueblo de Turre de que la susodicha Antonia Amat, al paso que ni ha sido visitada ni vista por su marido desde mediados de abril de repetido año treinta y seis, ha concebido y, si recientemente no ha dado a luz, está muy próxima a ello, cuyo hecho tiene escandalizadas a muchas personas del pueblo, y si lograra acreditarse suministraría el último convencimiento al delito de adulterio que denuncio. Ésta es, en sustancia, la historia que me propuse trazar.

Finalmente, para añadir una advertencia casi velada al juzgado que admite su denuncia, don Enrique afirma que le consta que el marido que matare al adúltero y adúltera in fraganti, está relevado de pena porque la ley tiene en consideración la atrocidad de la injuria que sufre en este caso que ha de forzosamente privarle del juicio; el adulterio probado hace a su autor reo de muerte; el adulterio como delito privilegiado se justifica para vehementes sospechas y conjeturas; dos adúlteros caen en poder del marido para que haga de sus personas y bienes lo que quiera, y últimamente el marido reconviniendo a su mujer para que no hable con el que cree adúltero tres veces se la encontrase hablando; [en] la cuarta queda probado el adulterio a presencia de la Ley de Partida. Si tan terminantes y explícitas se manifiestan las de este código no se podrá negar que aquí hay dobles fundamentales que los que las mismas leyes apetecen, [pues] aquí no han sido tres, sino muchas más las veces que la Antonia Amat ha sido reconvenida para que deje de tratar a su tío para que abandone la vida escandalosa que trae con el mismo, durmiendo bajo un mismo techo sin haber bastado para conseguirlo; ¿qué diremos pues a vista de todo este relato, justificado que sea? Que ella es adúltera y cómplice el cura en su delito. Ambos deben sufrir las penas civiles y canónicas que se hallan establecidas para este caso para que de una vez llegue el día de la Justicia. Por tanto y con la más solemne protesta que hago de que cuanto llevo dicho se entienda sin otro ánimo que el de la propia defensa:

A V. suplico se sirva admitir la presente información de testigos relativa a acreditar los hechos propuestos en ella y mandar que evacuado se me entreguen todas las diligencias que solicitan lo que sea de justicia, que pido costas de él y juro.

Otrosí. Digo: para acreditar el estado de preñez o reciente parto de la Antonia Amat.

A V. suplico se sirva comisionar al médico y cirujano de esta ciudad, don Salvador González y don Ginés Martínez (…)

Otrosí. Digo soy pobre en el sentido de Ley por carecer absolutamente de bienes y vivir a expensas de mi familia. Por tanto, suplico a V. se sirva admitiese al mismo tiempo que sobre lo principal, información sumaria sobre este extremo con los requerimientos debidos, admitiéndose este escrito en el presente papel y mandar se me continúe ayudando como a tal pobre, pido como antes (…).

La denuncia es admitida a trámite y notificada a don Jacinto María Anglada, Administrador de Rentas Nacionales de la Ciudad de Vera. A continuación, el juez interino del Juzgado de Vera, don Manuel Zamora Navarro, admite la situación de pobreza del pobre, valga la redundancia, don Enrique, dependiendo su subsistencia del amparo de su tía doña Rosa García-Leonés, vecina de Vera y residente en la Calle Mayor (fallecería el 02/06/1845).

Después de estos primeros trámites el procedimiento judicial sigue su curso con normalidad, siendo lógico a continuación que testifiquen cuatro testigos: don Pedro de Jódar Soler, vecino de Turre, don Miguel Pérez Simón, cura beneficiado de la Parroquia de Turre, Gabriel Alarcón Carrillo, vecino de Bédar, molinero, y don Miguel de la Cuesta, teniente de cura de la iglesia parroquial de Turre, al que don Manuel Amat quitó el cargo por aconsejar a doña Antonia viviera según obligaba la Iglesia. Todos los testigos reconocen ser ciertos los argumentos del denunciante, salvo lo del asunto de la preñez, que no habrían podido asegurarlo, a pesar de reconocer que sí se rumoreaba en el pueblo. Para más inri, todos declaran que el sufrido don Enrique, se supone que a causa del disgusto que supuso para él que su mujer no aceptara vivir con él, necesito se le sangrase. No sabemos quién lo hizo ni cómo.

Tras este último testimonio el expediente se interrumpe abruptamente, no aportando ningún otro documento. El conjunto de documentos está cosido y completo; no hay signos de haber sido arrancado ningún folio. ¿Qué ocurrió finalmente?¿Se elevó a instancias superiores (la Chancillería de Granada había dejado de impartir justicia en el año 1834)? ¿Se abrió a partir de este momento un procedimiento eclesiástico? Lo que parece claro, a falta de la versión de todos los implicados, es que el enamoramiento entre tío y sobrina fue inusualmente intenso. Tanto como para pasar por encima de los intereses del cura y de su carrera sacerdotal y de los perjuicios a los que podía llevar a ambos los rumores de los vecinos e incluso las consecuencias penales de sus actos. También parece claro que los dos enamorados manipuladores utilizaron como un simple instrumento a don Enrique para librarse de estas lógicas consecuencias legales y sociales, para acabar siendo un convidado de piedra en su propio hogar, una tapadera de lo que se cocía, un tercero en discordia; un engañado.

Vera, 11 de abril de 2025

Manuel Caparrós Perales

Archivo Municipal de Vera

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