Con mucho afecto y aprecio dedico esta publicación a mi amigo José Antonio Ruiz Marqués, amante de la Ornitología y hombre muy concienciado con el maravilloso mundo de las aves, concretamente con la serinus canaria o canario silvestre de la familia de los fringílidos.
La primavera, en pleno apogeo y llena de colorido, había transformado el paisaje campestre. Corría el mes de marzo y las primeras golondrinas, procedentes del África subtropical, essays-buy abandonando sus lares de invierno, se hicieron ver con sus vuelos rápidos y rasantes de cambios progresivos y repentinos.
En mis paseos vespertinos, atraído por ellas y sintiendo curiosidad por su laborioso trabajo en la construcción de sus nidos, desviado de mi itinerario, me adentraba, siempre que no hubiese obstáculos que impidiesen el acceso, en cortijos o establos derruidos, buscando, en la altura, el poder observarlas. Con prismáticos, ya cercanas a mis ojos, su figura identificada con perfección y detenimiento se asemejaba, en su parte superior, a un azul oscuro, metálico; su frente y garganta, rojo castaño; su parte inferior, blanco nacarado; y, su cola, a una horquilla debido a sus dos largas plumas rectrices, más acentuadas en los machos.
De vuelta, en casa, indagué profundizando en su estudio. Me informé sobre su pertenencia a la familia de aviones y, parecidas en su forma, a otro orden distinto: los vencejos; sobre su hábitat, en valles rocosos desiertos, con independencia de haberse adaptado a vivir cerca del hombre para criar bien en granjas o bien en el alero o viga de viviendas y edificios de las pequeñas poblaciones; y también, por supuesto, sobre su alimentación, siendo ésta a base de pequeños insectos en vuelo, incluidas libélulas y mariposas.
Pero lo que más me atrajo de ellas fue su revoloteo en agua de lluvia estancada en un socavón del sendero producido por haber cedido el terreno. En el charco, bañándose, observé cómo, con sus picos, una y otra vez, recogían barro y, tras vuelo corto y rápido, se desplazaban al lugar donde construían el nido al amparo de lo que, supongo, fuese el resto del descanso de un viejo balcón en un cortijo abandonado. Entonces, “dando vueltas a la cabeza” me preguntaba cómo estas bellas criaturas, con sólo su pico, de forma inconcebible, fuesen capaces de construir tan inteligente obra maestra. Pensé que, como si de una obra en construcción se tratara, además de ingeniosas y expertas arquitectas, eran, también, laboriosas y avezadas «operarias» concluyendo su perfecta obra en no más de cuatro o cinco días. Dado mi interés en la construcción de su nido, tras consulta en mi libro “Aves”, supe que el nido se construye plano, sin otros materiales que el barro (bolitas), saliva y algo de paja. Lo sitúan tan pegado al techo del habitáculo que resulta imposible mirar en su interior y lo hacen, para confortabilidad de su prole, cubriéndolo de plumaje, pelos y tallos. En la época de cría, de mayo a agosto, periodo en que tienen lugar dos incubaciones, que dura cada una entre catorce y dieciséis días, nacidos los polluelos, permanecen en el cuenco de barro entre unos veinte o veintidós días, incubando sólo la hembra, que deposita cuatro o cinco huevos.
Pero, amigos lectores, tras lo dicho, al contemplar la acción que ahora narro, el grado de sobrecogimiento que tuve me llenó de profunda tristeza y encogió mi corazón: una persona, insensible al reino animal y sin escrúpulos, con una caña telescópica de, aproximadamente, unos diez metros de altura, destrozaba dos nidos de estas preciosas aves con huevecillos en su interior. Éstos, mezclados con los restos de la magistral obra arquitectónica, habían sido aniquilados y derribados, mientras sus progenitores, desplegando sus alas, volaban rasantes dando vueltas sobre la cabeza del destructor. No daba crédito a lo que estaba contemplando. Mi gesto de rabia y desaprobación fue mayúsculo.
Más tarde, olvidado lo acontecido, pensé en lo bonito de la vida y lo que ella nos muestra y enseña, siendo lo narrado en esta publicación un simple ejemplo anecdótico de lo que, supongo, tendríamos que aprender los humanos de estas bellas y expertas arquitectas sin título.
Autor: Diego Morales Carmona